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miércoles, 10 de febrero de 2010

AMOR A LA VERDAD



El amor a la Verdad

La conocida sentencia, “por sus actos los conoceréis” nos conmina a creer que lo que un ser humano hace, evidencia su verdadera naturaleza, incluso mucho más que sus pensamientos, cavilaciones o sus intenciones. Sin embargo, en la vida los actos pueden traicionar nuestros anhelos, son diferentes de nuestros pensamientos, nos alejan de nuestros sentimientos más profundos.
Por ejemplo, ¿Por qué una persona enamorada se aparta del ser amado? Sucede que en el interior puede existir miedo al amor, al compromiso, al abandono, a no valer. Miedo, a algo pero al fin y al cabo, miedo.
¿Por qué el padre o la madre, que quieren antes que nada la felicidad de sus hijos, deciden oponerse de manera estricta y rigurosa a lo que sus hijos hacen, piensan o sienten? Lo que esa contradicción revela también tiene que ver con el miedo: al mundo, a que los dañen, a que los hagan sufrir, a que corran peligro. ¡Miedo a tantas cosas que sucede en este mundo ancho y ajeno!
Parecemos caminar entre las redes tejidas por las estructuras del miedo que justifican la destrucción, permitiendo la soledad donde ayer había comunidad, la erosión donde ayer había fertilidad, la división donde había unión, el prejuicio donde había tolerancia.
Aunque, en principio, tenemos la posibilidad de recorrer la vida inspirados por el amor y la libertad, son muy pocos los seres humanos que logran que su actuar en la vida sea el resultado del ejercicio permanente del amor. La libertad y el amor plenos nos invitan a vivir de tal manera que podamos confiar en que cada acción humana estará en armonía con el bien propio y con el de los demás.
Nos invita a reconocer que cuando nosotros, los humanos, decidimos vivir acumulando privilegios, entonces la desconfianza y el miedo se instauran como nuestros guías. Difícil situación a la que hemos llegado: cada vez que acumulamos un privilegio para nosotros, disminuimos la oportunidad de una vida armónica para nuestros descendientes.
Nuestro mundo interno se enfrenta en el mundo que denominamos real con el siguiente dilema: Si mis actos se alimentan con mis miedos, traiciono mi verdadero ser. Si actúo desde el amor y elijo la coherencia con mi verdadera naturaleza, ¿tendré sitio en el mundo?
Hemos construido un mundo donde parece posible que el amor sea un enemigo y no lo único esencial que hay en nosotros. Uno en el que lo verdadero debe ser ocultado y en el cual el miedo, en cambio, se presente como lo más seguro, lo más prudente.
Extraña forma de pensar, pues el miedo nos conducirá al error y el amor nos abrirá camino hacia la sabiduría.
Elegir actuar desde el amor o desde el miedo, marcará la diferencia en la calidad de vida. Y ello no solamente en el ámbito de lo personal, sino también en lo nacional y lo universal. Si aceptamos seguir actuando con las contradicciones a las que el miedo nos lanza, el mundo y la naturaleza misma serán un hogar inhóspito para nosotros.
Si nos decidimos de manera valiente y coherente a recorrer el camino de sabiduría que el amor nos abre, el mundo mostrará que puede ser un hogar amable, en el que cada quien pueda ocupar el sitio que le corresponde para cumplir con su misión en la familia, en la sociedad y en la humanidad.

Nuestra educación enfatiza mucho el "no ser egoísta", y dentro de esta etiqueta cae cualquier actitud que busque ante todo el bienestar propio. Este pensamiento guía nuestra relación de pareja, y así quien busque sentirse bien "por sí mismo" resulta catalogado de egoísta por no pensar en los sentimientos o bienestar del otro.

Pero resulta que cualquier relación sana es el resultado del estado sano de sus partes componentes, por lo tanto, una relación de pareja feliz será el resultado de unos protagonistas felices en sí mismos. Así que a veces hay que pensar primero en uno mismo con el fin de hacer un aporte que al final resultará colectivo.

Si queremos disfrutar un refrescante jugo de naranja preparado por nosotros mismos, debemos usar únicamente fruta buena, pues bastará una sola naranja podrida para dañar la relación con todas las otras, y el jugo resultará intomable.



Pero, en el mundo de los sentimientos, de las relaciones de pareja, las señales que alimentan el balance no parecen tan claras. ¿Lo que conviene es divorciarnos o darnos otra oportunidad? ¿Corremos el riesgo de avanzar en esta nueva relación o nos salimos antes de que sea tarde?

Las relaciones de pareja no son solamente la expresión del encantamiento y el amor entre dos personas, aunque estos sentimientos siempre están presentes al inicio del encuentro. Evocan uno de los misterios más grandes de la vida. Acercan el alma de dos seres, establecen entre ellos cercanías cargadas de emociones, comprometen su sentido de vida, igual que su misión.

No es raro que las personas se sorprendan al notar que experimentan emociones profundas, frente a alguien que ni siquiera conocen bien. Más aún: hay casos en que la fuerza que los une resulta inexplicable, no solo para los demás, sino también para ellos.

¿Cómo asumir esa experiencia? ¿Es acaso posible conocer al otro de una manera relativamente objetiva y, al mismo tiempo, estar enamorados y construir el amor?

Sabemos que el enamoramiento es parecido a una locura temporal: que la dependencia nos hace necesitar a otro de una forma tal que no podemos concebir la vida sin él y que el amor, en cambio, nos da la fuerza para acompañar y aceptar a otro sin descuidarnos, sin morir en el intento.

Parece ser que aunque en principio las diferencias en una relación pronostiquen un desastre, ella tendrá más oportunidades de crecer si lo que experimentamos nos permite decir lo siguiente: ‘Puedo alejarme de este vínculo si mi autoestima, mi capacidad de apreciarme a mí mismo, mi autonomía, mi derecho de ser lo que soy, se ven amenazados’.

Y es que cuando la libertad de ser lo que se es y la aceptación del otro son los hilos con los que se teje un vínculo, este se vuelve sólido.

Recuerdo el relato de una pareja en la que él era inteligente, librepensador y bastante alegre; ella, seria, tradicionalista, muy dedicada a su profesión, más bien rígida. Me contaban que cuando se conocieron nadie aprobaba su relación, que incluso un sacerdote amigo de la familia de la novia habló con ella para pedirle que se alejara de este hombre.

Las diferencias hacían predecir un desastre. Ellos, conscientes de sus distancias, asumieron apoyar el desarrollo del otro y no intentar cambiarlo.

El se comprometió a dejarla tranquila en su seriedad y dedicación al trabajo y aún más a apoyarla y estimularla. Ella a respetar su manera libre y alegre de vivir. Sabían que durante el comienzo el trato sería fácil de cumplir, pues el enamoramiento disminuye el dolor que las disparidades traen.

Pero que luego hacer acuerdos para educar hijos libre-pensadores y mantener las tradiciones iba a exigir lo mejor de cada uno de ellos, que el reto del amor no es la dominación ni el sometimiento del otro, sino por el contrario la apertura y la libertad.

Cumplieron su pacto. Cuando asistieron a consulta llevaban 30 años de matrimonio y necesitaban manejar una enfermedad terminal en uno de sus hijos.

Durante el tiempo en que trabajamos se hizo evidente que su compromiso con dejar ser al otro había construido un amor sólido, que en ese momento no solamente beneficiaba su relación de pareja, sino que además permitía dar contención a los hijos.

En el mundo de los sentimientos, a pesar de lo que se cree, las señales que alimentan el balance son más claras de lo que parece.

Podemos correr el riesgo de asumir una nueva relación cuando manejar las diferencias es un acto de confianza en el amor y en nosotros mismos y no una adicción al sufrimiento.

Conviene divorciarnos cuando cambiar al otro se convierte en el objetivo de la relación, cuando nosotros mismos tenemos que ser otros para continuar en el vínculo. Conviene darnos otra oportunidad cuando, aunque hayamos perdido el rumbo, todavía somos lo que somos y podemos amar lo que el otro es. Nuestra mejor elección siempre será una relación que no subyugue, un amor que libere.
decantinaencantina

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