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viernes, 21 de mayo de 2010

Amor Creciente, Amor menguante


Amor creciente, amor menguante

Cualquier observador o amante del mar sabe que el ritmo de las mareas es como el de la respiración. Así como el fluir del aire hacia y desde los pulmones se manifiesta en el movimiento cíclico y ondulante del abdomen y nos informa que un ser está vivo, también las mareas, con su eterno ascenso y descenso, nos confirman que el mar vive.
La vida, en síntesis, es una sucesión de ritmos y movimientos opuestos y complementarios. La noche que sigue al día y el día que continúa a la noche, las estaciones que se suceden, el corazón con su sístole y su diástole, el sueño y la vigilia, la actividad y el descanso, el músculo que se tensa y se relaja. Los cuartos crecientes y menguantes de la Luna. La muerte que sigue a la vida y la significa. Ciclos, evolución, continuidad, diversidad, un equilibrio inestable que, en esa inestabilidad, plasma su armonía sutil.
Todo intento de detener tal continuidad, de congelarla en uno solo de sus momentos resultaría imposible. Sería como congelar la vida. Una foto, una película, una grabación no capturan lo que ocurre en un momento o en un lugar. Sólo certifican el flujo natural e inexorable del tiempo. Poco importa el desarrollo tecnológico, las cámaras digitales. Lo único que con ello se consigue es mostrar, con mayor perfección aún, que eso que se ve en una imagen ya no es, ya ocurrió, que ahora es otra cosa lo que está sucediendo y es otro el lugar en el que estamos. Nadie se baña dos veces en el mismo río, decía Heráclito. Aunque también puede decirse que el río es siempre el mismo aunque no lo sea.
La vida es una sucesiva, constante armonización de la diversidad. Esto vale también para los defensores más dogmáticos del blanco o negro, del Bien versus el Mal, del se hace o no se hace. Vale para los más fanáticos creyentes en la dualidad. También ellos, en tanto seres vivos, están sometidos a los ciclos de sus ritmos orgánicos, de sus células y de sus glándulas, de sus emociones y de sus sentimientos. La negación a aceptarlo suele resultar trágica.
Mencioné, en el párrafo anterior, los ritmos de las emociones y de los sentimientos. Los hay. Aún para quien jura odio eterno es difícil vivir así: no odiará mientras duerma, ni cuando ría, ni cuando ame. El que jura amor eterno no estará pendiente de ese amor (a menos que se transforme en obsesión y dependencia) todos los segundos de todas las horas de todos los días. El sentimiento irá y vendrá, en oleadas. Lo constante será el oleaje. No hay quien pueda detener los ritmos y los ciclos de la vida para congelarlos en una única y eterna pulsión, llámese ésta odio o llámese amor eterno.
Quien puede amar siempre “como el primer día” habrá conseguido el dudoso y, en mi opinión, poco deseable “milagro” de entumecer un sentimiento, de impedirle evolucionar y cumplir sus fases. Habrá logrado detener, en síntesis, lo que es la sustancia de la vida. Habrá paralizado la experiencia.
Hay personas que, cuando perciben que sus relaciones afectivas han registrado variaciones en su intensidad, en su satisfacción o en otras características, temen que haya dejado de existir el sentimiento que las liga al otro. “Ya no es como al principio”, dicen con preocupación o con nostalgia. “Ya no me quiere como antes”. “Ya no nos amamos tanto”. Aunque se las use como preanuncio del final de algo, si se las lee con detenimiento se verá que estas frases dicen verdades válidas para todas las relaciones en todos los momentos. Porque es así. En un vínculo que se extiende en el tiempo no hay forma de amarse siempre como al principio. Todo el tiempo nos estaremos amando de una manera que no será la del momento o de la etapa anterior. Y la diferencia no se mide en cantidades, las emociones no son cuantificables. No te amo más o menos que antes, te amo siempre de un modo distinto. O no te amo. El que te ama, mientras te amo, soy, sí, siempre yo. El mismo. El diferente.
El amor es una energía. Las energías son movimiento. En el caso de este sentimiento se trata de una energía generada, aunque suene obvio, por dos que se aman. Así como todos sabemos que no nos trae la cigüeña desde París y que no nacemos de un repollo, sino de la unión de dos personas, también el amor de pareja nace de la integración y la co-construcción afectiva de dos individuos. Uno solo no hace que dos se amen. No hay transfusión amorosa posible del tipo “mi amor alcanza para los dos”, aunque abunden las fantasías al respecto.
Una de las preguntas más sabias y profundas que escuché en mi vida es ésta: ¿Si un árbol cae en un bosque solitario, produce ruido al derrumbarse? Podríamos trasladarla a la cuestión del amor: ¿si una persona ama en solitario, existe ese amor? Se necesitan dos manos para aplaudir, se necesita del mar y de la costa para que exista la marea. Y, en mi opinión, se necesitan dos personas para que se produzca la energía del amor de pareja. La costa y el mar no se mantienen fijos e inalterables. El agua sube y baja, a veces es calma, a veces turbulenta, tiene sus ciclos. La costa avanza y retrocede, cambia de formas, nunca es la misma. Aunque siempre hay una marea alta y una marea baja, y se suceden en un devenir eterno, no hay dos mareas iguales. Así son los ciclos del amor. Dos personas que se aman son playa y mar en un encuentro constante y cambiante. Los ciclos de las mareas tienen que ver con los vientos, con la atracción lunar, con las fuerzas gravitatorias. Los ritmos del amor tienen que ver con la transformación personal de los amantes, con el trabajo amoroso que juntos realizan y con la alquimia sagrada y misteriosa que los atrae y los une, mientras los atrae y los une. El trabajo amoroso requiere disposición y compromiso, la alquimia responde a un secreto que se puede interpretar y sobre el cual mucho se teoriza y reflexiona, pero es, en fin, el aspecto más insondable del amor, y está bien que así sea y así debiera respetarse.
La ignorancia de estos ciclos, la falta de respeto hacia ellos, el intento de detenerlos es consecuencia, intuyo, de la creencia en la “magia del amor”, de que éste se da de una vez y para siempre, que nada hay que hacer para cuidarlo, para nutrirlo, para honrarlo. Estamos profundamente afectados por la cultura de la inmediatez, por la exigencia del éxito, por la religión del rendimiento. Lo que no se da en el acto, lo que ofrece conflictos a resolver, lo que no produce réditos, materiales o afectivos, debe dejarse, “fue”, hay que empezar con lo que sigue. Es una cultura que suprime de nuestras vidas la experiencia, que nos pone en fuga hacia delante, sin destino y, lo peor, sin sentido. Vacíos de sentido, vivimos angustiados y, como se ve, amamos, como dice un bolero, con ansiedad, con angustia, con desesperación. Sin satisfacción, sin plenitud, sin inspiración (la inspiración es el pasaje del espíritu trascendente al alma individual). Queremos amores sin diversidad, sin diferencias (aunque nos digamos tolerantes de lo diferente), porque las diferencias convocan al trabajo. Queremos amores sin trabajo, cosechas sin siembra, océanos sin mareas. Esto es, quizá, producto de algo que hace tiempo olvidamos. Somos parte de la totalidad (llámese, Universo, Naturaleza, Cosmos, Uno). Partes de un organismo que nos trasciende. Al olvidarlo, nos gana la angustia, sentimos que se nos escapa el tiempo o, peor, queremos escapar de él congelándolo, eliminando sus ciclos. Esto resulta en un modo de vivir, de relacionarnos, de hacer negocios, de ejercer profesiones, de andar por el mundo. Esto resulta en un modo de amar. Si mi tiempo es finito, si no hay nada más allá de él, cada segundo no “productivo” está perdido. Tiene que pasar algo en cada instante, tienen que ser momentos “ganados”. La idea del flujo y reflujo es desesperante, porque el reflujo es asimilado a la nada, a la pérdida. Nos olvidamos, al desgajarnos de la totalidad, que vivimos sus ciclos. Y que eso está más allá de nuestra voluntad.
Los ciclos de una relación proporcionan una rica materia para el trabajo amoroso, para la construcción permanente del vínculo, para la vivencia responsable del mismo. El intento de escapar a esos ciclos, cuando estos se empiezan a registrar en la vivencia de la vida con otro, sólo empuja a otro tipo de ciclo, desgastador y empobrecedor. Se pasa de los ciclos del amor con una persona, del constante redescubrimiento de un ser querido que es el mismo y es otro en cada instante, al círculo vicioso del reiterativo comienzo con nuevas personas. Como si se saltara de una marea alta a otra marea alta. Como si se intentara respirar sólo inspirando, sin espirar nunca, como si se le exigiera al corazón que funcionara sólo con sístole o al clima que no tuviera estaciones o al sol que jamás se ocultara. Intentos vanos. Un ciclo doloroso de ilusiones que se convierten en desilusiones.
Nadie puede ser obligado, ni debe obligarse a sí mismo, a permanecer en una relación en la que no se siente amado como necesita (a pesar de pedirlo) o en la que no tiene interlocutor emocional. Pero toda relación en la que hay una inversión afectiva, experiencias compartidas, ilusiones en común, merece ser navegada hasta el fin a través de todas sus mareas, las altas y las bajas.

por Sergio Sinay






7 comentarios:

Adriana Alba dijo...

Es cierto el amor es cambiante todo el tiempo, porque el ser humano cambia...cambia su percepción frente a la vida, evoluciona en diferentes grados y fluctúa contínuamente de un estado a otro.
Pero supongo que de eso se trata la vida y el amor, todas las personas tenemos diferentes necesidades en las relaciones . Lo más importante es estar bien con uno mismo, a partir de ahí el abanico de posibilidades frente al amor es inmenso.

Un fuerte abrazo Graciela!

Anónimo dijo...

Hay que saber diferenciar entre el amor sentimental y emocional, que es inestable, y el amor consciente e ilimitado que lo abraza todo. Ese amor que no nos hace dependientes y sinembargo nos hace libres en la comunicación y la compasión de todo lo creado.


Gracias.

mária dijo...

Si, el amor es cambiante, pero es amor, siempre tiene que ser amor. Cuando deja de serlo se convierte en otra cosa diferente.
Creo que siempre ponemos demasiadas espectativas en el otro, cuando uno tiene primeramente que amarse totalmente a sí mismo.
Ese es el amor más importante.
Besos

ƸӜƷ Dayana dijo...

Uuf que maravilla de texo,da para mucha reflexión!!

CReo que el amor no es cambiante,que somos nosotros los que necesitamos ese balanceo porque en él contrastamos luces y sombras.El amor limpia todo lo que no es amor y hay limpiezas a las que no sobreviven muchas parejas o relaciones.
Es dificil y duro verselas con la propia sombra de una,cuanto más cuando hay dos sombras interactuando.

Abrazos

Unknown dijo...

Hola Graciela, no sé si el amor cambia o somos nosotros y nuestras necesidades los que cambian... en cualquier caso hay que ser valiente y decir adiós cuando el amor no fluye como debiera

Un abrazo.

Graciela dijo...

Gracias a todas por sus inspirados comentarios!
Les dejo un abrazo!

rosa legarra dijo...

Graciela,se me había colado esta entrada¡¡¡ Como siempre,preciosa, interesante, intensa. Qué de cosas para pensar, sobre el amor, del que fectivamente tanto se ha hablado y que no podemos definir ni poner barreras con calzador,y menos mal.
Un abrazo
Rosa

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