La vida es un constante centrifugado donde ponemos nuestras cosas a lavar. El alma precisa de cuando en cuando de una buena colada donde limpiar las manchas que han podido ensuciar la camisa de los días. También el alma tiene su propia ropa interior. Las personas tienden a pensar que sólo el cuerpo ejercita un continuo movimiento. Pero puedo asegurar que es mucho más intenso el del alma. La desgarradura del dolor todos la sufrimos alguna vez. Sin ir más lejos. Y eso genera una tensión que asoma por la mirada, así como en una gran necesidad de hablar, de buscar la confidencia y el cariño de otra persona. Sin embargo, los más dejan su alma al albur de las circunstancias. No se preocupan de cultivarla, de asentar en ella la gimnasia de la virtud. Como si la vida no fuera lo que es por obra y gracia del amor. Creen que es cosa de mentes ausentes de la realidad. Trastornos psíquicos que cualquier experto de pacotilla puede razonar. ¡Cuán equivocados están! ¿O acaso no lo buscamos todos?
La vida del alma requiere a veces un largo paseo. Un ir contemplando sin prisa los detalles. Acariciar la mano de la persona que nos sujeta a dicha vida, recoger hojas por el camino, respirar el aroma del tomillo, lanzar al agua esas piedras que nos lastran la voluntad… La vida del alma es no cansarse de mirar, desde el alba hasta el fulgurante cinemascope que es el atardecer. Es cuando las palabras se quedan mudas, admiradas ante un silencio que nos explica algún atisbo de la felicidad. Y, quizá, tomamos algún libro y sentados nos apoyamos en un roble. El alma pasa las hojas, y sobre ellas van cayendo otras del árbol. La poesía nos hace creyentes. Dios está allí: en Su presencia vamos leyendo el paisaje de los años ya vividos. Y sentimos que podemos cambiar, que nunca nada está del todo perdido. Ni es olvido.
La vida del alma requiere a veces un largo paseo. Un ir contemplando sin prisa los detalles. Acariciar la mano de la persona que nos sujeta a dicha vida, recoger hojas por el camino, respirar el aroma del tomillo, lanzar al agua esas piedras que nos lastran la voluntad… La vida del alma es no cansarse de mirar, desde el alba hasta el fulgurante cinemascope que es el atardecer. Es cuando las palabras se quedan mudas, admiradas ante un silencio que nos explica algún atisbo de la felicidad. Y, quizá, tomamos algún libro y sentados nos apoyamos en un roble. El alma pasa las hojas, y sobre ellas van cayendo otras del árbol. La poesía nos hace creyentes. Dios está allí: en Su presencia vamos leyendo el paisaje de los años ya vividos. Y sentimos que podemos cambiar, que nunca nada está del todo perdido. Ni es olvido.
Guillermo Urbizu
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