Cada momento encierra un sentido
Si existiese la fórmula para disfrutar de
la vida probablemente algún oportunista ya la habría patentado y sólo
accederían a ella quienes pudieran pagar. Pero la receta no existe. ¿Qué
es disfrutar de la vida? ¿Divertirse hasta el aturdimiento? ¿Evadir
toda reflexión comprometida? ¿Dedicar tiempo a nuestros seres queridos?
¿Hacer con alegría aquello en lo que se expresan nuestras habilidades y
posibilidades? ¿Se trata de buscar un placer detrás de otro, así haya
que endeudarse para ello? ¿O de contemplar sin apuro y sin objetivos
productivos la vida que nos rodea? ¿Es anestesiarse con adrenalina? ¿O
emprender una travesía en la cual viajar es más importante que llegar?
¿Puede el disfrute vital ser un objetivo a alcanzar, como si fuera un
premio o una presa? ¿O será, quizás, la consecuencia de aquello que
hacemos, y de cómo lo hacemos, de aquello que vivimos, y de cómo lo
vivimos?
El monje benedictino Anselm Grün dice, en El pequeño libro de la vida,
haber conocido gente que cuando está de vacaciones no puede abandonarse
a la belleza del paisaje porque se pregunta si ha realizado la reserva
en el sitio correcto, o si no podría haber ido a un destino con un clima
mejor, o cuando encuentran a una persona en lugar de gozar de ese
encuentro se ponen a pensar qué opinan de esa persona, o cuando están
rezando se preguntan si esa oración será atendida. Dice Grün que sólo
cuando puede dejar de controlar el efecto externo de cada una de sus
acciones es capaz de “aceptar un encuentro, de una conversación, y
disfrutar de eso que hay entre nosotros”. O disfrutar, agrego de mi
parte, de eso que hay entre yo y el paisaje, entre yo y los sonidos,
entre yo y aquella tarea a la que estoy entregado.
Esto requiere permanecer en el tiempo y en el lugar presente. El
presente no es un instante suspendido de la nada en la inmensidad del
tiempo. Es un momento rico, profundo y trascendente, puesto que se
alimenta de todo lo transcurrido y se tiende, desde esas raíces, hacia
lo que viene. No es necesario regresar a nuestra infancia, para disfrutar de la vida. Por una parte ese
regreso no es posible y, en mi opinión, bien puede significar una huida
del presente, en el cual está nuestra vida real y del cual la propia
vida nos pide, a través de las situaciones que nos plantea, que nos
hagamos cargo. Cada momento de la existencia es la actualización de un
continuo presente, cada etapa nos propone sus propios motivos para
disfrutar, si es que nos mantenemos en ella. Rumi, poeta persa que vivió
entre 1207 y 1273, escribió: deja que la belleza que amas se exprese en tu acción.
Quizás decía que estando en donde estamos y haciendo lo que hacemos es
como se percibirá el disfrute de vivir. Para ello tal vez sea necesario
quitar las barreras del ruido, de la conversación insustancial, de las
urgencias, de la ansiedad por lograr, producir o algo, lo que sea, como
fuere. Quizás debamos dejar de atosigarnos con estímulos artificiales,
prometedores de placeres fugaces.
Cada momento encierra un sentido para quien lo vive. Es un
significado propio y único, que se descubre si se está allí para
responder a esta pregunta: ¿aquí y ahora, este minuto del tiempo
infinito tiene sentido para mí? Asombra la cantidad de veces que la
respuesta es afirmativa. Ello sólo depende de estar conectado con los
seres y las actividades que son parte de ese presente. Depende también
de si nuestros sentimientos y valores están vivos y activos en ese
momento. Y depende, por fin, de nuestra actitud ante lo que nos sucede,
fuera lo que fuese. Se disfruta de la vida y se comprende su grandeza,
cuando se capta el sentido del momento, el cual puede anidar tanto en la
alegría como en el dolor. Y más aún cuando se advierte que hay un
sentido de mayor vastedad, último, al que acaso no se absorbe en un solo
instante, sino con el andar del tiempo. Nada de esto, insisto, es una
fórmula. Es apenas la propuesta y el testimonio de una experiencia, que
sólo puede resultar personal e intransferible.
Sergio Sinay
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