El ego es un iceberg. Fúndelo. Fúndelo en las
profundidades
del
amor para que desaparezca y tú pases a formar
parte del océano.
El ego es justo lo contrario
de tu verdadero ser. El ego no eres tú, sino el
engaño creado por la sociedad para que te entretengas
con esa baratija y no te plantees preguntas sobre lo verdadero. Por eso insisto
tanto en que, a menos que te liberes del ego, jamás llegarás a
conocerte.
Naciste con tu auténtico ser. Después empezaron a
crearte un falso ser: eres cristiano, eres católico, blanco, alemán,
perteneces a la raza elegida por Dios, estás
destinado a dominar el mundo, etcétera. Crean una falsa idea de quién eres. Te
ponen nombre y en torno a ese nombre crean
ambiciones, condicionamientos.
Y poco a poco —porque lleva casi una tercera parte de la
vida— actúan sobre el ego en el colegio, en la iglesia, en el
instituto, en la universidad... Cuando acabas la
universidad has olvidado por completo tu ser
inocente. Eres un gran ego que ha superado la universidad con matrícula de
honor y está preparado para salir al mundo.
Ese ego tiene toda clase de deseos y ambiciones, y
quiere estar siempre por encima de todo. Ese
ego se aprovecha de ti y no permite ni que vislumbres tu auténtico ser, cuando
tu vida está precisamente ahí, en la autenticidad.
De ahí que el ego solo produzca tristeza, sufrimiento, lucha, frustración,
locura, suicidios, asesinatos... toda clase de crímenes.
Quien va en pos de la verdad tiene que empezar por este
punto: descartar cuanto la sociedad le ha dicho que es. Tú no
eres eso, porque nadie sino tú puede saber
quién eres; ni tus padres, ni tus profesores,
ni los sacerdotes. Salvo tú mismo, nadie puede penetrar en la intimidad de tu ser, nadie sabe nada de ti, y todo lo
que han dicho
sobre ti es falso.
Déjalo a un lado. Desmantela todo ese ego. Al destruir
el ego, descubrirás tu ser, y ese descubrimiento es el mayor que
se puede dar, porque supone el inicio de una nueva peregrinación
hacia la felicidad
absoluta, hacia la vida eterna.
Se puede elegir, entre la frustración, el sufrimiento,
la tristeza, seguir aferrándose al ego y
alimentándolo, o la paz, el silencio y la felicidad;
pero para eso hay que recobrar la inocencia.
El «yo» quiere crecer, fortalecerse; quiere esto, lo
otro. Quiere elevarse cada vez más en el mundo de las jerarquías, siente el imperativo de conquistar más y más
territorios.
Si alguien tiene un «yo» mayor que el tuyo, te crea un
complejo de inferioridad. Haces todos los esfuerzos posibles
por demostrar que «yo soy superior a ti», «yo soy más santo que tú», «yo soy
más grande
que tú». Dedicas tu vida entera a algo absurdo, que ni siquiera existe. Inicias
un sendero de sueños, y seguirás avanzando por
él, haciendo crecer tu «yo» cada día más, lo que te creará la mayor
parte de tus problemas.
VAYAS
A DONDE VAYAS SERÁS TÚ MISMO, EN EL CIELO O EN EL HIMALAYA. No puedes ser de otra manera. El mundo no está fuera
de ti; tú eres el mundo, de modo que
vayas a donde vayas llevarás el mundo contigo.
El verdadero cambio que se tiene que producir no es de
lugar, no tiene que producirse fuera, sino dentro. ¿A qué me
refiero con el verdadero cambio? No me refiero a
que tengas que mejorar, porque mejorar es otra mentira.
Mejorar significa que continuarás puliendo tu personalidad.
Puede llegar a ser maravillosa, pero recuerda que, cuanto más
maravillosa, más peligrosa, porque más difícil
te resultará desprenderte de ella.
Por eso a veces un pecador se transforma en santo, pero
las personas respetables nunca se transforman. No pueden, porque tienen una personalidad muy valiosa, con muchos adornos, muy
pulida, y han invertido mucho en esa personalidad; su vida entera ha sido una
especie de continua pulimentación. Les costaría demasiado abandonar esa maravillosa personalidad. Un pecador sí puede
hacerlo, porque no ha invertido nada en ella. Aun más; está harto de
ella, de tan fea como es. Pero ¿cómo podría
desprenderse tan fácilmente una persona respetable, con tantas recompensas como
le ha dado, con tantos beneficios como le ha reportado?
Con ella ha ganado respetabilidad, le ha hecho
ascender, va a llegar al culmen del éxito. Le resulta
muy difícil dejar de ascender por los peldaños del éxito. Es una escalera sin fin, por la que se puede subir eternamente.
La
transformación no se produce mejorando la personalidad, sino abandonándola.
La mentira no puede convertirse en la verdad. No hay forma
alguna de mejorar la mentira para que se convierta en la
verdad. Siempre seguirá siendo la mentira. Parecerá cada día más la
verdad, pero seguirá siendo la mentira. Y
cuanto más verdad parezca, más te absorberá, más
arraigará en ti. La mentira puede parecer hasta tal punto la verdad que es posible olvidarse de que en realidad
es mentira.
La mentira te dice: «Ve en busca de la verdad. Mejora tu
carácter, tu personalidad. Busca la verdad, transfórmate en
esto, transfórmate en lo otro». La mentira no para de ofrecerte
nuevas actividades: haz esto, y todo irá bien y serás feliz para siempre. Haz
esto, haz lo otro. ¿Que esto falla? No importa; tengo otros planes para ti. La mentira no para de ofrecerte planes, y tú sigues esos
planes, malgastando
tu vida.
En realidad, la búsqueda de la verdad también procede de
la mentira. Resulta difícil de comprender, pero es algo que hay que comprender. La búsqueda de la verdad deriva de la propia
mentira. Es la forma de protegerse que tiene la mentira; si
incluso te ofrece la búsqueda de la verdad, ¿cómo
puedes sentirte a disgusto con tu personalidad?
¿Y cómo puedes decir que es mentira? Te empuja, te arrastra a ir en
busca de la verdad.
Pero la búsqueda significa ir a otro sitio, mientras que
la verdad está aquí y la mentira te impulsa a ir allá. La verdad
dice «ahora», y la mentira «entonces» y «allí».
La mentira siempre se refiere al pasado o al futuro, nunca al
presente. Y la verdad es el presente, este mismo momento, ahora mismo.
De modo que el primer «tú» es la mentira, la actuación,
la pseudopersonalidad que te rodea, la cara que ofreces a la galería, la
falsedad. Es un engaño. La sociedad te lo ha impuesto y tú has colaborado en
ello. Tienes que dejar de colaborar con esa mentira de la sociedad, porque solo cuando te quedas al desnudo eres tú
mismo. Todos los ropajes son un invento social. Todas las ideas
y las identidades que crees poseer son un invento social, algo que
te han creado los demás. Y tienen sus motivos para hacerlo. De esta forma se aprovechan
de ti sutilmente. Te explotan.
La auténtica explotación no tiene un carácter económico
ni político; la auténtica explotación es la psicológica. Esa
es la razón por la que todas las revoluciones han
fracasado. ¿Cuál es esa razón? Que no han
indagado en la explotación más profunda, la psicológica. Solo intentan cambiar lo superficial. Si una sociedad
capitalista se vuelve comunista, no hay ninguna diferencia. Si una
democracia se convierte en dictadura, o si
una sociedad dictatorial se hace democrática, da igual: no existe ninguna
diferencia. Son cambios superficiales,
un blanqueado, pero en lo más profundo la estructura sigue siendo la
misma.
¿En qué consiste la explotación psicológica? La
explotación psicológica consiste en no permitir
que nadie sea uno mismo, que nadie sea aceptado tal y como es, que no se
respete a nadie. ¿Cómo respetar a las personas si no las aceptamos como son? Si
les impones cosas y después las respetas, lo que respetas son tus
propias imposiciones. No respetas a las personas como son, no respetas su desnudez, ni su espontaneidad, no respetas sus sonrisas y
sus lágrimas de verdad. Solo respetas el fingimiento, las pretensiones. Lo que respetas
es la actuación.
Tienes que abandonar por completo este primer tú. Freud
contribuyó
en gran medida a que la humanidad tomara consciencia de la falsedad de la personalidad, de la mente consciente. Su revolución es mucho más profunda que la de Marx, su
revolución es mucho más profunda que
ninguna otra. Profundiza mucho, pero no se extiende lo suficiente.
Llega al segundo tú, al tú reprimido, instintivo,
inconsciente. Se trata de todo lo que la sociedad no ha permitido, de todo lo
que la sociedad ha metido a la fuerza en tu ser y allí lo tiene
encerrado. Solo aparece en tus sueños, en metáforas, o cuando estás
borracho, cuando no tienes control sobre ti mismo. El resto del
tiempo está lejos
de ti, y es más auténtico, no es falso.
Freud
hizo mucho para que el hombre tomara consciencia de ello, y las psicologías humanistas y sobre todo los grupos de encuentro, de desarrollo personal y similares han
contribuido enormemente a que se tome consciencia de todo lo que grita en
nuestro interior, de lo que ha sido
reprimido, aplastado. Y en eso consiste la parte vital. Esa es la vida real, la
vida natural. Las religiones la han condenado,
calificándola de parte animal, la han condenado al considerarla el origen del pecado. No es el origen
del pecado, sino de la vida, y no es
inferior a lo consciente. Es más profunda que lo consciente, sin duda,
pero no inferior.
Y no hay nada de malo en lo animal. Los animales son
hermosos, como los árboles. Viven desnudos, con sencillez. Aún no los han destruido los sacerdotes y los políticos, aún
forman parte de Dios. Solo el ser
humano se ha extraviado. El hombre es el único animal anormal sobre la faz de la tierra, mientras que los demás
animales son normales. De ahí su alegría, su belleza, su salud, de ahí su vitalidad. ¿No os habéis fijado? ¿No
habéis sentido envidia al ver un pájaro en pleno vuelo? ¿Cuando un ciervo corre
a toda velocidad por el bosque? ¿No
habéis sentido envidia de esa vitalidad, de la pura alegría de la
energía?
Y con los niños... ¿no habéis sentido envidia de los
niños? Quizá por la envidia condenáis el
infantilismo, una y otra vez. Cuánta razón tiene Montague al afirmar que en
lugar de decir: «No seas infantil» deberíamos
empezar a decir: «No seas adultil». Tiene toda la razón del mundo, y
yo estoy de acuerdo con él.
Un niño es hermoso, mientras que un adulto es la fealdad
misma. El adulto deja de fluir, se bloquea. Se queda inmóvil, como muerto.
Pierde brío, pierde entusiasmo; se limita a arrastrarse. Se aburre, no tiene
sentido del misterio. Nunca se sorprende de nada, porque
ha olvidado el lenguaje del asombro. Para él ya no existe el misterio. Dispone
de muchas explicaciones, pero el misterio ya no existe para él. Por
consiguiente, ha perdido la poesía, la danza y todo lo que da significado a la vida, todo lo que aporta el sabor de la
vida.
Este segundo «tú» es mucho más valioso que el primero, y
precisamente por eso me opongo a todas las religiones, a todos los sacerdotes,
porque se aferran al primero, al más superficial. Vayamos al segundo, pero el
segundo tampoco supone el final, y ahí es donde Freud se queda corto. Como
también se queda corta la psicología humanista: si bien profundiza un poco más
que Freud, no profundiza lo suficiente como
para llegar al tercer «tú».
En ti
existe un tercer «tú», el tú auténtico, la cara verdadera, que sobrepasa los «túes» primero y segundo. Lo
trascendental, la «budidad», la consciencia
pura, sin fisuras, sin divisiones.
El primer tú tiene un carácter social; el segundo,
natural; el tercero, divino.
Y un momento: no digo que el primero no resulte
útil. Si existe el tercero, el primero se puede emplear. Si existe el
tercero, también se puede emplear el
segundo, pero siempre y cuando exista el tercero. Si el centro funciona, también irá bien la periferia, porque
la circunferencia estará en su sitio, pero si solo tenemos el centro, sin
la circunferencia, todo acabará en una especie de muerte.
Eso es
lo que ha ocurrido con el ser humano. Por eso tantos pensadores occidentales sostienen que la vida carece de sentido. No es así. Solo se debe a que se ha perdido el
contacto con el origen del sentido, del significado.
Es como si un árbol perdiera el contacto con sus raíces.
Entonces no habría flores, empezaría a desaparecer el
follaje, se caerían las hojas y no
brotarían hojas nuevas. Y entonces la savia deja de fluir, deja de
existir la vida. El árbol se muere.
Y entonces el árbol puede empezar a filosofar, a
ponerse en plan existencialista, como
Sartre, por ejemplo, y ponerse a decir que ya no hay flores en la vida. Que la vida no tiene flores, que ha desaparecido la fragancia, que ya no hay pájaros... Y
el árbol incluso puede empezar a decir que siempre ha sido así y que en
la antigüedad se engañaban pensando que
había flores, que eran puras imaginaciones. «Siempre ha sido así, la primavera
nunca ha llegado, son fantasías de
la gente. Son fantasías de los budas... que si crecen las flores, que si reina la alegría y sale el sol y
aparecen los pájaros... No hay nada.
Todo es oscuridad, todo es fortuito y nada tiene sentido.» El árbol
podría decir esto.
Y la verdad no es que nada tenga sentido, que ya no haya
flores, que
las flores no existan, que la fragancia sea pura imaginación, sino sencillamente que el árbol ha perdido
contacto con sus propias raíces.
A menos que eches raíces en la «budidad», no florecerás,
no cantarás, no sabrás en qué consiste una fiesta. ¿Y cómo se
puede conocer a Dios si no se sabe lo que es festejar? Si os
habéis olvidado de bailar, ¿cómo vais a
orar? Si os habéis olvidado de cantar y de amar, Dios
ha muerto. Esto no significa que Dios esté muerto, sino que está muerto en vosotros, en ti. Tu árbol se ha secado, ha
desaparecido la savia. Tendrás que volver a encontrar raíces. ¿Y
dónde encontrar esas raíces? Hay que encontrarlas aquí y ahora.
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