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lunes, 6 de mayo de 2013

Ni poseer, ni ser poseído...



Tiempo "mío"

La palabra “mío” puede ser peligrosa; creo que todos lo sabemos. Y, una vez que nos anoticiamos, empezamos a transitar un largo camino signado por el intento de desapegarnos. Así, practicamos. ¿Qué practicamos? Una actitud. La actitud de, por un lado, no quedar aferrados y, por otro (sobre todo si se trata de seres sintientes) de dejar libre.

Nos aferramos porque nuestra mente, al empezar a en-carnar en este mundo, queda “formateada” por nuestro vínculo con la materia: a-ferrarse (que es pretender que el lazo con “eso” o “ése” sea como de fierro, de hierro) genera la ilusión de una posesividad que es ilusoria. La vida es cambiante (o, como dice la Psicología Budista, está sujeta a la Ley de Impermanencia) y nos va mostrando que la realidad de lo que tendemos a llamar “mío” se escurre entre los dedos. Perdemos. Perdemos cosas, perdemos lugares, perdemos roles, perdemos afectos… Y sentimos que nos desgarramos, porque con eso parece irse una parte de lo que somos. Pero no; los procesos del soltar nos muestran que sólo se es de una manera: entero.

Y otras veces no es que perdamos, sino que habíamos tomado como “mío” lo que, simplemente, después vimos que era de sí mismo: desde un hijo hasta “nuestro” perro, “nuestra” pareja, “nuestro” amigo. Advertimos que habíamos investido a ese vínculo con la misma impronta (pero más apasionada) con la que decíamos en la escuela “este lápiz es mío!”. (El hecho de que, por ejemplo, hoy hasta se procure modificar la palabra “dueño” u “amo” cuando nos referimos a un animal marca, también, que hasta ellos son de sí mismos, y no objetos ni esclavos, como lo señalarían esas dos palabras! Y sin embargo esto no quiere decir que no sintamos un afecto pleno de hondura…)

Estamos entrelazados, pero no anudados. Y, claro, no sólo el otro es de sí mismo (aunque tengamos vínculos entrañables de lealtad y compromiso emocional); nosotros también somos de nosotros mismos. Ni poseer ni ser poseído. Ni manipular la vida del otro (porque es “mío” y lo hacemos “por su bien”) ni prestarse a que el otro manipule la nuestra, porque el único autor posible del guión que escribimos para lo que nos toca vivir sólo podemos ser nosotros mismos.

Dentro de este concepto, al ir haciéndonos cargo de la libertad intrínseca del otro y de la nuestra (cimiento fundamental para toda relación saludable) a medida que maduramos nos vamos dando cuenta de que, así como en la Naturaleza inequívocamente existen recursos no-renovables, en nuestro transcurrir por la existencia el principal recurso no-renovable se llama tiempo. Y allí sí, como un acto de conciencia más que como un giro lingüístico, necesitamos hacernos cargo existencialmente de eso: “Tiempo mío”. La palabra “mío” cobra un peso específico totalmente diferente, porque se liga a las razones esenciales por las que vinimos a este mundo. Cuando uno asume eso que puede llamar “tiempo mío”, al igual que cualquier recurso no-renovable, lo protege. Lo defiende de los succionadores de tiempo, de aquellos que lo quieren retacear como si fuera barato, de quienes lo usan habitualmente como si fuera suyo, de los que nos cuestionan por qué queremos ese “tiempo nuestro” cual si no nos perteneciera… Y nos vamos dando cuenta también de cuándo nosotros mismos dilapidamos ese recurso no-renovable, lo malgastamos, lo contaminamos, lo invertimos en lo que no vale la pena (sobre todo porque es pena), y no lo aplicamos en aquello que verdaderamente nos importa. Así, algún día, -un lúcido día-, declaramos una porción de nuestro tiempo como área protegida. Y la habitamos. Y la cuidamos. Y nos damos cuenta de que “matar el tiempo” (o dejar que nos lo maten) es como matar a cualquier otro ser vivo. Nos disponemos, entonces, en vez de a “matarlo”, a vivir el tiempo, cuidando cada minuto nuestro como si fuera una especie en extinción (pues lo es!).

Pisc. Virginia Gawel

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